Cuando hablo sobre gramática, no me controlo. Es un tema que me interesa sobremanera. Y si nadie me para, puedo hablar horas al respecto. No lo hago con el afán homogenizador normativo del de que todos deben hablar de la misma manera. Eso no me interesa. Lo hago porque considero que la gramática es aquello que tenemos todos los seres humanos para abstraer o, en otras palabra, jugar con conceptos.
Mi primer acercamiento a una teoría gramatical fue en el colegio. Recuerdo que fue en una clase de comunicación (en Perú el curso de comunicación es la mezcla de literatura, lengua castellana, y tecnologías de la información y la comunicación). No recuerdo el nombre de quien estaba cumpliendo el rol de docente entonces. Pero recuerdo que lo llamábamos por el apelativo de Pato. No recuerdo tampoco si fue él quien nos dijo que lo llamemos así, o si alguien empezó a hacerlo y todos continuamos con esa chapa. Pero recuerdo cómo era el Pato.
Era un colegio religioso. Y todos los docentes aparentaban saber mucho. Es obvio que esa apariencia la construían en base al temor y la agresión. Si no sabías algo, era tu culpa. Si preguntabas y no te quedaba clara la respuesta del docente, era tu culpa. El docente era dios y no podía ser cuestionado. Y las mismas características tenía el Pato. Era un docente mediocre de un colegio de clase media en Perú.
Nunca nos dijo qué era lo que estábamos aprendiendo. Probablemente ni él sabía. Sólo se dedicaba a hacer las clases de acuerdo a lo que decía el libro de Santillana. Tiempo después, leyendo un manual escrito por Carlos Gatti, me di cuenta de lo que había mal aprendido era la gramática estructuralista-funcionalista del castellano. Para entonces, ya estaba en mi época de pro gramática generativista. Chosmky estaba de moda. Y en los cursos de la universidad no quedaba de otra que aprender aquello que para los docentes universitarios era innovador.
De todas formas, el generativismo no era algo que me gustaba. Y tampoco estaba a favor del estructuralismo gramatical. Sin embargo, el hallazgo del generativismo me permitió ver más allá. Y para mi fue todo un descubrimiento: la gramática se puede ver desde diferentes puntos de vista.
Todo cambió cuando llevé mi primer curso de griego clásico. Ese fue un choque brutal. El genitivo no podía graficarlo como un modificador indirecto, por ejemplo. Y cuando en latín no tienes artículos, ¿dónde queda el modificador directo? El latín y el griego me encantan. Si hubiera podido, habría estudiado filología clásica. Pero no todo en esta vida se puede.
En fin, fue gracias al latín y al griego que me topé con la gramática funcionalista. Mi maestra de latín y griego, Ana Gispert, había estudiado en Barcelona con Lisardo Rubio. ¿Y quién es él? Pues un crack. A mí me hubiera gustado conocerlo y asistir a alguna de sus clases para dejar llevar mi mente por sus palabras.
Fue gracias a él que descubrí una tercera manera de mirar la gramática. Y esta es la manera que más me gusta, porque es una mirada general y sistemática de la gramática. Entonces yo jamás me había imaginado que la mayoría de las lenguas indoeuropeas podían analizarse con 4 categorías: nombre, verbo, adjetivo y adverbio. Para Lisardo la comprensión de estas cuatro categorías y de las relaciones que ellas pueden tener lo es todo.
Entonces yo me pregunté, ¿qué habría pasado si el Pato nos hubiera enseñado de esta forma la gramática? Yo creo que habría gozado como un cerdo en las clases de comunicación y no me habría parecido algo tedioso, aburrido y desmembrado. Yo creo que habría visto la belleza del castellano a una edad más temprana.
Yo creo que en nuestras escuelas debería haber más Lisardos y menos Patos. Yo creo que no deberíamos dejarnos de llevar por la tradición pedagógica. Yo creo que debemos ser rebeldes con la teoría. Y eso fue lo que busqué cuando decidí dar clases de comunicación en un colegio hace ya un tiempo. Pero también creo que las escuelas no están preparadas todavía para los Lisardos, y buscan docentes Patos.
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